Las morenas son las pintadas,
no son las que pintan.
CONFIDENCIA III


Este es un fragmento de mi  proyecto de grado en Artes Plásticas y Visuales,  una investigación sobre mi apellido LUCUMI,  a manera de relato,  ofrezco al lector una escritura liviana   y tal vez inocente de una serie de viajes realizados al Norte del Cauca, Yolombó.





Esto no puede ser llamado una democracia
si los negros seguimos siendo tratados como esclavos.


Vocero de corteros de caña, Valle del Cauca







***Institucionalidad, políticas de las minorías (comunidades negras)
inclusión e imaginario colectivo***
1. ¡Ve, qué raro!


En la época en la que aún existía la esclavitud hubo limitaciones claras y radicales impuestas para estas personas. El uso de ciertas ropas, exigencias en la utilización de formas expresivas para dirigirse a los demás, el tipo de lugares donde debían vivir, los derechos a los que podían acceder y el ingreso a lugares, como tiendas, buses, escuelas y universidades. A pesar de que se hubiese abolido la esclavitud, de manera inmediata esto no significó que los negros fueran iguales, ni para esa época y tristemente tampoco para la que vivimos. Existe un término contemporáneo denominado ‘discriminación positiva’, que pretende establecer políticas para grupos de minorías que históricamente hayan sufrido rechazo e injusticias sociales. En este punto me referiré exclusivamente a las comunidades negras colombianas.
Estas discriminaciones ‘positivas’ o acciones ‘afirmativas’, denotan debilidades en los procesos “interculturales” que se pretenden implementar a través de la llamada inclusión”, que con la intención de eliminar las prácticas prejuiciosas, resulta siendo  inmediatamente  una denominación negativa, ya que al ser llamadas de esta manera se resalta que no estamos en una nación incluyente y que son necesarias políticas especiales para proteger  a estas comunidades.  Ahora bien, ¿qué diferencia puede establecerse entre nuestro presente mestizo y “formalmente incluyente”, respecto a la situación abiertamente discriminatoria de la época colonial? ¿Qué significa ser negro hoy en día?
A pesar del trabajo constante que se hace en en pro de la no discriminación y no exclusión, aún se escuchan testimonios claros y visibles de estos hechos. Recientemente en diferentes medios de comunicación del país circuló un titular: “Los negros no deben andar en carros de gama alta”. Este hacía referencia a tres líderes afros que fueron requisados por policías en Bogotá, quienes sospecharon de ellos por el hecho de ser negros y estar transportandose en este tipo de carro. Quien se atreva a decir que el racismo no pervive en el imaginario del país, está errado en sus afirmaciones. La historia que se sigue escribiendo en torno al rechazo y la discriminación, no solo en Colombia sino en el resto del mundo, es una muestra de que el trabajo que se hace en pro de su abolición, aún no es suficiente.
Una tarde me encontraba frente al Camilo Torres, un busto ubicado a las afueras de la ASAB. Estaba con Carolina, una amiga muy cercana, hablando de cualquier cosa, cuando se acercó  un señor que aparentaba más de cuarenta años. Nos habló de Da Vinci, Picasso y Van Gogh mientras miraba la fachada de la universidad, luego halagó sus instalaciones. Hablaba sin cesar. Con poco interés pero con cortesía, lo escuchamos. Dirigiéndose a mi amiga preguntó:
¿Y usted estudia artes plásticas?
. Respondió.
¡Humm! Interesante.
¿Y usted también? Me preguntó .
Sí, también. Respondí.
¡Ve, qué raro!, siempre las morenas han sido las pintadas, no las que pintan.
Mi amiga se levantó enojada y le refutó. Yo quedé sorprendida con el comentario, así que no los escuché.
Según este hombre yo era un caso extraño, en su imaginario y conocimiento yo debería ser la modelo de pintores y no quien está detrás de un caballete sosteniendo un pincel. Esto no solo le pasa a él, en un sin número de ocasiones he escuchado comentarios de este tipo, de cómo “debería ser”. Recuerdo ahora otra experiencia vivida durante la realización de un trámite institucional:
En el 2011, me dirigí al Ministerio del Interior para tramitar el certificado que me reconoce como afrocolombiana. En el momento en que recibí el documento le pregunté a la funcionaria para qué me serviría, a lo que respondió:
Así le dan un cupo en la universidad, si quiere estudiar tiene prioridad por encima de cualquiera.
—Pero  ya estoy en la universidad, respondí.
—Ah, pues le dan descuento en la matrícula, pero esto es al iniciar la carrera. Es decir, ya no puede. También podemos hacer que la universidad le asigne un tutor para que se nivele en alguna materia, por ejemplo matemáticas, porque sabemos que no tienen el mismo nivel académico que el resto.
—Pero yo estudio artes plásticas.
No supo qué responder. De alguna manera  me  había salido del cánon. ¿Qué debería haber estudiado?
Más allá de lo difícil que es para cualquier ciudadano acceder a la educación superior y mantenerse en una universidad, algunas personas consideran ilógico que alguien de “color” pertenezca a una carrera de humanidades en el campo de las artes. Estas, que solían ser prácticas de la nobleza, por obvias razones no eran para negros. Ahora bien, considerando que en la historia africana se resaltan las aptitudes artísticas de sus etnias como parte esencial de su vida y espiritualidad, no tendría que ser extraño esta escogencia educativa. Entonces, ¿por qué para el hombre que pasaba frente a la academia y para la mujer del Ministerio del Interior resultó tan extraño el que yo estudiara artes plásticas?
Tengo conocimiento de varias personas indígenas, afrocolombianas y de distintas minorías étnicas que asisten a facultades de artes y humanidades en Bogotá, pero realmente estas personas se inscriben en programas de licenciaturas y derecho, como respuesta a la necesidad de apoyar a su comunidad. Refiriéndome específicamente a los afros, estas dos carreras se destacan porque, en el caso de las licenciaturas, la educación es una herramienta política y, en el caso del derecho, por la injerencia directa que se tiene con las leyes en defensa de los derechos de su comunidad.


2. Ley 70 de la Constitución de 1991


En Colombia existe una ley que es reconocida como la más elaborada a nivel latinoamericano, que protege los territorios y cultura de las comunidades negras. La Ley 70 de la Constitución de 1991 es herramienta y escudo afro. Como si se tratase de una reivindicación histórica efectuada por el gobierno nacional hacia la negritud, esta ley reconoce el regreso de algunas colectividades de esta minoría a las tierras que les pertenecen por herencia. Así mismo, estipula que a las comunidades que viven en los territorios afros (como las costas Pacífico y los asentamientos del interior como el Cauca, Nariño y Antioquia) se les consulte sobre el uso de sus tierras en proyectos de exploración y explotación. También les otorga prioridad para acceder a instituciones académicas de nivel superior y propende por que en los programas curriculares de la educación escolar se enseñe la historia negra de Colombia. A pesar de que esta ley tiene veinte años de vigencia, hasta hace un par de años, se ha ido implementando.
Es importante aclarar que para poder acceder a muchos de los beneficios que otorga esta ley, no basta con ser reconocido como afrocolombiano. Es necesario estar avalado por algún tipo de organización o consejo comunitario que esté adscrito al Ministerio del Interior. Dentro de las comunidades se reconocen distintas figuras de líderes, quienes se encargan de concertar con el Estado y diferentes entes privados todo tipo de acciones que se quieran llevar a cabo en sus territorios. Por ejemplo, en el caso de la explotación de la mega minería, nadie puede acceder a su espacio sin que ellos hayan emitido un permiso que previamente debió ser consultado con toda la comunidad. Si bien así lo estipula la ley, no significa que siempre se respete este proceso.
Las grandes ventajas que debería traer esta ley son innegables: la agrupación de las comunidades negras, su visibilización e inclusión en la sociedad nacional, la titulación de sus tierras y otra variedad de posibilidades que la convierten una valla protectora. Sí, debería, pero a esta norma constitucional, que suena tan alentadora, le falta mucho o todo por cumplir. Si bien soy afro colombiana,  mis vivencias  en el Cauca y aquí en Bogotá, a lo largo de este recorrido, me permiten formular mis propias opiniones al respecto.
Quiero contar un poco de mi viaje a Suárez, Cauca. Se debe tomar un bus en Cali que transita por Jamundí, Santander de Quilichao y Buenos Aires. Suárez cuenta con una estación de Policía que cubre la totalidad de sus muros con fardeles. Para lograr verla se debe inclinar un poco la cabeza, tratando de esquivar los bultos que la protegen y las  miradas de los policías que están de guardia y te hacen sentir que ellos saben que no eres de allá. Luego de huir a esas miradas, en las paredes de esta estructura es fácil apreciar los agujeros de las balas que terminan convirtiéndose en una decoración de  la fachada.
Suárez es un municipio pequeño, cuenta con un mercado donde se venden zapatos, prendas de ropa, comida, cabello sintético y cerveza; ahí se encuentran peinadoras, policías, barberos y muchas motocicletas. Para ir a las veredas se debe abordar, en compañía de uno o dos pasajeros más, una de esas motos o, si no se tiene prisa, se puede esperar un jeep o las chivas que salen cada tanto mientras llenan el cupo.
Para llegar a Yolombó o a La Toma, se debe conducir carretera arriba y enfrentarse al ardiente sol. En el camino, en la cima, se puede ver a Suárez en su totalidad y sobre ella la imponente represa Salvajina. En la carretera, no muy a menudo, se encontrarán casas de bareque que aparecen escondidas entre la vegetación en donde hay personas sentadas en sus puertas y niños jugando en la tierra roja y seca, que cuando brilla el sol se confunden en  una sola reverberación. Cuando se llega,  se aprecia una agrupación de casas, distantes una de la otra, esta vereda cuenta con una cancha de microfútbol, donde también ensaya el grupo de danza y el de música. Todos los chicos que cursan el bachillerato deben ir a Suárez y regresar, ya bien sea en carro, moto o caminando; si lo hacen caminando tardan entre una hora y media por cada recorrido. Todos allí son negros, si me lo preguntan nunca pude diferenciar uno de otro, los rasgos son parecidos.
Para ir a La Toma, una vereda que queda a veinte minutos de Yolombó, se transita por un camino mucho más árido y empinado. Cuando se llega a la cima de la montaña, entre la vegetación, se pueden ver las casas como si se tratase de un pesebre. Allí hay 4.000 habitantes entre intermitentes y permanentes; la mitad de ellos se apellidan Lucumí, la otra Chocó, Balanta y Carabalí. La Toma cuenta con un colegio grande y un mercado pequeño donde se reúne la comunidad a tomar las decisiones que les competen. Por tratarse de un lugar ancestral, este territorio es respetado, allí se mantiene la herencia,  se toca el bunde caucano: música de violines, tambores y marimbas. Este lugar es una de las zonas más golpeadas por los grupos armados, solo pude ir una vez, intenté regresar en otras ocasiones pero no lo pude conseguir. La gente del pueblo decía que “estaba caliente”.
Cuando estuve allí pude conversar con algunos habitantes y líderes de la comunidad, quienes apuestan por el mejoramiento y permanencia de su zona. De estas conversaciones logré obtener registros de audio (anexos a mi relato en este capítulo). Lo que aquí presento no es solo fruto de mi experiencia, sino también de la de ellos, los que me dijeron que allí se está haciendo un trabajo arduo de concientización de los habitantes. De alguna manera yo también estaba ahí por eso, por ese ideal de reconocimiento y orgullo afro, eje inicial de su lucha. Reconocerme.
En algún momento mencioné que esta investigación había tomado otro rumbo, que no se concentraba sino que complementaba el taller de pintura y dibujo. Dejé de rastrear un linaje, el de los Lucumí, el de mi familia; entendí que la gente del Cauca me abrió sus puertas con un propósito: el uso de mis habilidades visuales y artísticas en beneficio de la comunidad. Resultó ser que Lucumí es más que un apellido. Es territorio, tiempo e historia y, de manera esencial: Resistencia, lucha e identidad.
Es una zona rica en recursos naturales. La Balsa, como también se le conoce, cuenta con una represa hidroeléctrica que ocupa 27 kilómetros de agua. La Salvajina fue construida en 1980 con el fin de contener las aguas del río Cauca que inundaban las plantaciones de caña del Valle, también como una fuente eléctrica para abastecer las industrias de Cali. Dos mil quinientas  personas fueron desplazadas y debajo del agua quedaron varias minas de oro en las que  trabajaban. Los mega proyectos de minería los han dejado sin empleo y los están dejando sin recursos naturales, la contaminación es creciente. Le han quitado las tierras a los campesinos porque la minería ilegal que —de la mano de personas con acento paisa— ha llegado con maquinaria pesada para extraer el oro, ofreciendo poco dinero por las tierras, engañando a los habitantes  y adquiriéndolas por mucho menos de lo que realmente valen.
Actualmente la multinacional Anglo Ashanti busca entubar el 90% del río Ovejas para así abastecer la represa y producir la electricidad que requiere la ciudad de Cali y también para ofrecerla en venta a países vecinos como Ecuador. Si la multinacional lograra su objetivo de desviar este el río, dejaría en graves condiciones a las comunidades negras e indígenas de la zona y la deuda ecológica y social sería inmensa. Aún así, las comunidades negras e indígenas de este territorio ya han tenido que sufrir las consecuencias de esta invasión: la pérdida de las fuentes de trabajo que garantizaban su sostenibilidad los ha llevado a los límites de la miseria obligándolos a sufrir un desmembramiento familiar (los hijos han tenido que salir de sus casas y de su territorio para desplazarse a las grandes ciudades a “buscar suerte”) desarmando el núcleo de sostenibilidad más importante que poseen, su propia unión. Así mismo han tenido que asumir la pérdida de especies propias del ecosistema natural del río y de su rivera.
A pesar de la Ley 70 y del proceso de consulta previa que estipula, el gobierno insiste en que allí no hay población negra y por ello se puede hacer uso de la tierra. Para amedrentar a la población, a la zona han llegado grupos armados con distintos intereses económicos —como los cultivos de coca o las plantaciones  de marihuana—  que se consolidan en uno solo: la apropiación de la zona. Son ellos quienes han matado a más tres mil personas y han arrojado sus cadáveres al Río Cauca. Para que no denuncien o se interpongan, los líderes comunitarios están siendo perseguidos y asesinados, por esta razón la población desconfía de cualquier forastero y yo no era una excepción.
Para las comunidades negras la familia es el eje principal de su cosmovisión y economía, de ahí que sean tan numerosas. Una vez combinadas la minería ancestral con la pesca y la agricultura, estas se convirtieron en sus fuentes primordiales de trabajo, pero las condiciones actuales de explotación minera industrial y su uso indiscriminado del mercurio, que contamina las fuentes de agua, hacen imposible de manera casi total, el ejercicio de sus tradiciones ancestrales. Así que por la falta de empleos y modos de subsistencia, las familias se están desintegrando: ya no hay trabajo. La unión es muy importante para ellos, pero el núcleo familiar y comunitario se destruye porque los jóvenes, quienes son el motor de la comunidad porque sostienen monetariamente a sus pares y son los responsables de mantener el legado cultural, han tenido que abandonar la zona en donde crecieron para migrar hacia las grandes ciudades enfrentados a nuevas problemáticas: la ciudad los adopta como mano de obra no calificada, sin educación de nivel competitivo. Se ubican en los barrios marginales y periferias dado que es el único lugar en donde sus recursos les permiten mantenerse. Sin contar con el respaldo gubernamental para sobrevivir, han sido obligados a unirse y enlistarse en grupos al margen de la ley.
Si el Gobierno no invierte en educación, las personas seguirán sin tener herramientas sociales y políticas para defender sus derechos. Este es uno de los principales problemas que enfrentan los jóvenes que se desplazan hacia el centro del país, puesto que en sus territorios de origen no se cuenta con una buena oferta educativa y acceder a niveles superiores resulta todo un reto. La Ley 70 estipula para los afros beneficios en cuanto al acceso a universidades, cupos prioritarios y descuentos. Aunque me parece bien, me pregunto: ¿por qué no se invierte en la educación dentro del mismo territorio? La respuesta parece clara: primero, porque al Gobierno le conviene que ellos abandonen su territorio; segundo, porque si se educan tendrán herramientas intelectuales para defenderse .
El diccionario de la Universidad de Oxford define lo post-racial como un periodo de la sociedad en la que ya no existen los prejuicios raciales y la discriminación, pero como ya lo he manifestado, esta nación no vive ese momento. En la medida en que lo incluyente dejé de ser excluyente, se lograrán establecer procesos de diálogos en un concepto más abierto de la diversidad y así sumarse a la idea de un país democrático incluyente.

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