CONFIDENTE




Los tambores me mueven,  
me vibran, me llaman.

                        
África no deja en paz al negro, de cualquier país que sea,
Cualquiera que sea el lugar de donde viene o a donde va
Jacques Stephen Alexis






Lucumi, mi apellido, siempre fue tan sonoro que parecía más un apodo. Desde el colegio  surgieron infinidad de derivados que han ido aumentando en el  transcurrir del tiempo: Lucu, Lucumix, Lucumixita, Lucumito, Lucumiel, LucumiPingüín.


Para mí siempre fue un misterio. Fuera de mi familia nunca conocí a otra persona con el mismo apellido. Una tarde, a mis quince años, tomé el directorio de mi casa y busqué cuántos Lucumi había en Ibagué, ciudad en la que vivía por entonces. Con teléfono, solo nosotros. En Ibagué no es usual la presencia de población afrodescendiente, entonces pensé que quizás existe una relación entre el color de mi piel y mi apellido. Así, desde temprana edad, las preguntas en torno a mi identidad comenzaron a aparecer.


Cuando decidí ir a probar fortuna a Bogotá a adelantar mis estudios en Artes Plásticas y Visuales en la Facultad de Artes – ASAB, desde los primeros semestres tuve la fortuna de encontrar a Ángel Alfaro, un maestro cubano que por alguna razón transformó su rostro cuando escuchó mi nombre. Ahora creo entender el porqué de su asombro, mi cara también mudó cuando empecé a leer sobre cimarrones, santería, afrodescendencia y negritud. Desde entonces,  no me he podido desprender de esta pregunta: ¿Quiénes son los Lucumi?  


Alguna vez encontré que Lucumi tenía que ver con la santería cubana, y a mí, que siempre me han interesado las cosas ‘ocultas’, la idea me atrapó. Encontré que la santería se había formado en América, en un proceso de sincretismo religioso entre la cultura yorubá y el cristianismo. En ese momento se mezclaron dos intereses: la búsqueda de mi familia paterna, de su apellido, de su historia de cimarronaje y los procesos simbólicos de la santería.   


Mi padre se llama Javier. Él, quien ahora es cristiano, siempre sintió recelo respecto a mi  búsqueda e interés sobre la santería, ya que la relacionaba con brujería. Mi padre es hijo único de un matrimonio fallido. Aunque nació en Armenia-Quindío, creció en Cali-Valle del Cauca con su tía abuela materna. No tuvo acercamiento con mi abuelo y por esta razón no hay mucho que contar de él. Particularmente mi padre no habla de su infancia ni de su familia, siempre ha sido un tema de no tocar, tampoco sé por qué. Alguna vez le pregunté de dónde era mi abuelo, me respondió que del norte del Cauca, de Buenos Aires. Aristóbulo Lucumi se llamaba. Solo lo vi una vez cuando yo tenía 2 años, poco tiempo después murió. Mi padre me dijo también que mi abuelo había tomado el apellido materno porque su padre, que se apellidaba Balanta, no lo reconoció. Mi bisabuela se llamaba Marcelina Lucumi, nacida también en Buenos Aires. Y fue este último dato con el que creí tener todo en las manos. No contaba con que Buenos Aires es grande, que su iglesia se quemó junto con los documentos que contenía y que, además, en 1989 se dividió en dos municipios: Buenos Aires y Suárez.


Con estos datos imprecisos y con las ansias siempre presentes de viajar y conocer, hice que esto se convirtiera en una investigación ¿y qué mejor motivo que la búsqueda de mi raíz? Así que busqué la manera de estar allá. La fundación Suiza Aquilone apoya la creación de bibliotecas comunitarias en varios países. A través de ellos pude llevar a cabo mi proyecto La memoria Ilustrada en la vereda Yolombó, del municipio de Suárez. A partir del trabajo in situ con los niños y jóvenes de allí, utilizando el dibujo y la pintura como herramienta, mi objetivo era recoger la memoria de su territorio y de su comunidad y así poder alimentar el interés por la lectura y el nuevo espacio, La Biblioteca Comunitaria de Yolombó. Tengo que mencionar que este proyecto no se culminó por varias razones, entre esas la seguridad en esta zona roja.
Llegué allí en mayo del 2013 y encontré que la mayoría de la población era negra, no solo negra por el tono de piel, sino también de espíritu. Vi un pueblo luchando por la tierra que les pertenece, conocí un proceso de autoreconocimiento de las negritudes, un proceso en el que yo también estaba, aunque de manera personal, sin comunidad.


Naturalmente Yolombó terminó por dar un vuelco a mi investigación: además del intento de buscar mi árbol genealógico, necesitaba buscarme a mí. Así se configuró una búsqueda por el (re)conocimiento personal, por los Lucumí en Colombia, por los alcances y significados de la condición de ser negra en este país, alejado de la santería que era una de mis ideas iniciales. El viaje se transformó en un espejo que me mostró una verdad que no conocía: la diferencia entre reconocerme como afrocolombiana, o como una mestiza sin nada particular, o como una persona con raíces africanas, o simplemente como individua, que por unas características físicas es  ubicada por ello en un contexto impuesto por razones históricas.


Mi proyecto de investigación terminó entretejiéndose con el arduo proceso de una minoría étnica en defensa de su territorio, del hacer respetar sus derechos. Y en ese transcurso, emprendido junto con los niños y jóvenes de Yolombó, comprendí el arte como un mecanismo de expresión aplicado en beneficio de una comunidad, para el servicio su población. Me alejé, entonces, del arte asumido como un ejercicio estético destinado a la contemplación.


Así, Confidente está compuesta por elementos etnográficos y autoreferenciales. En ella busco explorar las conexiones que no eran visibles para mí, el ser afrocolombiana y lo que implica hacer parte de una comunidad de las minorías. Esta es también una propuesta metodológica, de creación artística en el territorio, de un proceso de sensibilización con niños y jóvenes para el afianzamiento personal  y  la construcción de una ciudadanía.


Por ello elegí utilizar el relato como elemento autoreferencial en una exploración que, a la manera  de una búsqueda del tesoro o de un viaje sin mapa, oriente los episodios de este andar.


Tal vez porque la memoria suscita en mí las mismas emociones, experiencias y anécdotas que se comparten con un grupo de amigos, con quienes se habla de lo “espectacular del viaje que acaban de realizar”: la felicidad de encontrar pistas de un tesoro oculto; la esperanza de hallar una historia desconocida; la decepción de no descubrir lo que buscaba; el imaginar historias sobre lo que no sucedió debido a las carencias históricas de un país con verdades ocultas, olvidadas y destruidas.


Así, entre recuerdos y emociones generadas por las preguntas que viven y rondan por mi cabeza, me parece necesario inventar parte de mi historia familiar, retomar mi apellido apenas como una excusa para hablar de las cosas que me permiten ser mujer negra. Superar lo encontrado en los libros, adentrándome en la comunidad de la que “hago parte”, porque mi familia tiene allí raíces desde siglos atrás. Esta pertenencia debería ser transmitida con palabras reales, transcrita tal cual sucedió para ellos y para mí.


Estas son mis confidencias luego de varios viajes que terminan siendo uno, tan solo uno, en el que se recogen un sinnúmero de preguntas,  algunas sin respuestas: molestias sin calma, admiración, esfuerzo, ganas y belleza pura. Cuando empecé a escribir este texto sentí alivio al poder contar lo que he vivido, visto, escuchado y sentido.


Como una persona que cuenta sus secretos a su confidente, yo le contaré, a quien quiera leer, mi experiencia.










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